Le Chef, la resiliencia libanesa en la mejor cocina de Beirut (Bourdain lo sabía)
En 57 años, este restaurante ha resistido a guerras e invasiones... y hasta a la inmensa explosión del puerto
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Nota: esta es la versión extendida de la crónica que publiqué en “Dominga”, la revista de periodismo literario de Milenio.com, el 1 de diciembre.
Beirut, Líbano.
Una vidriera divide al mundo real de la pequeña fantasía culinaria de Charbel Bassil. Este ventanal, de un típico restaurante libanés en la ciudad de Beirut, un lugar sencillo y acogedor en el que ya hace 15 años que degusté el mejor hommos con piñones del planeta Tierra, aún en tiempos ominosos de invasión y bombardeos, transparenta el poder de resilencia del pueblo libanés.
El día 4 de agosto de 2020, cuando impresionaron al mundo los videos de la gigantesca explosión de 2 mil 750 toneladas de nitrato de amonio en el puerto de Beirut, lo primero que pensé fue en qué había ocurrido con el restaurante de Bassil. El epicentro del desastre que arrasó la capital completa se encontraba a sólo 500 metros en línea recta. Y reventó estos cristales con una fuerza tremenda y mortal.
Ahora, en noviembre de 2024, cuando Líbano lleva dos meses sometido a una sangrienta e impune invasión militar israelí con bombardeos aéreos que ha dejado más de 3 mil 500 muertos [el día 27, inició un cese al fuego], aquí está Le Chef de nuevo. Idéntico. Charbel Bassi sigue en la puerta, como lo vi en 2009 y de nuevo en 2011, convocando a los comensales con su famoso grito: “Welcome Lebanon!”. Igual que siempre. Lo mismo las mesas, el mural, la cajera, las estampas religiosas y, por supuesto, los deliciosos platillos levantinos que sedujeron hasta al símbolo gastronómico que fue Anthony Bourdain. Un poder de seducción que trajo a Le Chef de regreso a la vida porque el mismo crítico, incluso después de muerto, lo hizo resucitar.
La historia de Le Chef es la de su calle, Gouraud, la de su barrio, Gemmayzeh, y sobre todo, la de este país de contradicciones tan profundas que parecen interminables e imposibles de resolver y, que pese a todo, se levanta en medio de ellas para proclamar su voluntad de sobrevivir, haciendo de la fatalidad una fuerza de resistencia.
Los años de auge, creativos y gentrificadores de Beirut
Temía encontrar sólo ruinas. Antes de llegar, pregunté en un foro si Gemmayzeh estaba habitable. Entre guerras y motines en veloz sucesión durante medio siglo, el barrio nunca había sido golpeado tan directamente ni con tanto poder energético como por aquello que los beirutíes –en inglés, árabe y francés– llaman the blast, el estallido. Me pareció difícil creerle a quien me dijo: “se ha recuperado”.
Eso siempre es relativo en Líbano. Los días de auge quedaron en los años sesenta y a principios de los setenta, antes de la guerra civil, cuando los afrancesados se regocijaban que en las revistas llamaban a la ciudad “la París de Medio Oriente”.
Todo eso quedó atrás. En un sector o en otro permanecen enormes símbolos inhabitables de la violencia sectaria, como el esqueleto agujereado de 25 pisos del Holiday Inn, centro de la alucinante “Batalla de los Hoteles” (1975-76), o el ruinoso huevo gigante que debió haber sido un gran cine de vanguardia llamado “El Domo”.
En Gemmayzeh, como antes, no faltan construcciones conquistadas por el moho y la vegetación. Pero esta vez, la calle Gouraud me pareció más viva que en otras visitas, e incluso, ambiciosa de innovación. “Vinieron a montar nuevos conceptos de restaurantes, de ‘pubs’, de hoteles”, me dice Charbel, en Le Chef, ahora que he vuelto a visitarlo, como parte de una cobertura periodística de la invasión israelí.
Briggite, una joven arquitecta que encontré estudiando la fachada del local donde planea abrir una galería de arte, me describió un proceso que me hizo recordar el que se vivió en la colonia Condesa de la Ciudad de México.
Durante los días de auge, el lugar para ver y ser visto era la calle Hamra, en el bullicioso distrito comercial homónimo, en la parte occidental de Beirut : “Turistas de toda Europa venían a ver ahí a Fayrouz, Louis Armstrong y a Paul Anka. Abundaban los cines y en sus numerosos cafés, los intelectuales planeaban conspiraciones”.
Conspiraciones de verdad: la decadencia de la zona empezó con asesinatos de intelectuales sobre estas mismas mesas, y luego vino la guerra civil (1975-90) que partió a la ciudad en dos: en Hamra y la mitad occidental, donde se atrincheraron milicias musulmanas izquierdistas, mientras que la Beirut oriental –donde se encuentra Gemmayzeh– fue el feudo de los falangistas maronitas (católicos), aliados con Israel.
Esa fue una época en la que “a veces cerrábamos, a veces abríamos. Dependía de lo que pasara en las calles, de que hubiera agua, de que hubiera electricidad”, recuerda Bassil. “Vivimos lejos de Gemmayzeh, a veces no había problemas en el camino, a veces no podías pasar. Pero sobrevivimos”.
Claro que eso no es lo que pasó en la chilanga Condesa. Lo que es similar es que, con las décadas, lo que le abrió camino a la renovación de estos barrios no sólo fue la decadencia de otras áreas, sino la tragedia que derrumbó los precios inmobiliarios. Si aquí fue la violencia sectaria la que vació Gemmayzeh, en los alrededores de los Parques México y España el terremoto de 1985 expulsó a los habitantes más afluentes.
Coinciden, además, en que ambas zonas fueron inicialmente construidas bajo la influencia estilística del art déco. La belleza del entorno arquitectónico se combinó con las rentas y las ventas baratas para atraer a artistas, intelectuales y emprendedores jóvenes, con tanto éxito que invirtieron la tendencia a la baja y los costos pronto se fueron al cielo: los habitantes se vieron atrapados o desalojados por la gentrificación.
En la Ciudad de México. Porque hasta aquí llegan las comparaciones: en Beirut, este fenómeno se ha visto, una y otra vez, detenido o revertido por los malos acontecimientos. O sea que, a pesar de todo, también tienen aspectos positivos. En Gemmayzeh no hay cadenas de restaurantes, no hay Starbucks ni lugares exclusivos. La calle Gouraud sigue siendo coto de proyectos personales, de autoras como Brigitte, de creatividades originales, sin modelos franquiciados.
El estallido sacudió Beirut como bomba nuclear
En el puerto de Beirut, algún funcionario decidió almacenar 2 mil 750 toneladas de nitrato de amonio, un fertilizante que también es un poderoso explosivo. Fue incautado de un barco en misteriosos problemas. En 2013. Era una bomba en potencia pero una burocracia negligente e incapaz se pasó la papa caliente durante siete años, porque nadie sabía qué hacer con eso. Y a unos metros –por qué no–, guardaban fuegos artificiales. Por alguna causa, estos se empezaron a quemar, muchas personas escucharon este primer estallido, lo vieron de lejos y se pusieron a registrarlo con sus celulares.
Luego vino la explosión del amonio que se escuchó hasta Chipre, a 245 kilómetros de distancia: decenas de videos muestran la inmensa nube hongo de tonos rojos y naranjas, y la onda expansiva que avanzó velozmente hasta golpear a los que grababan lejos de ahí, derribarlos, herirlos y a algunos, matarlos. El impacto hizo pedazos a Beirut. Dejó al menos 218 muertos y 7 mil heridos. Abrió un enorme cráter, arrasó la zona portuaria y barrió la ciudad, destruyendo los hogares de 300 mil personas.
Gemmayzeh fue la primera zona residencial que la explosión destruyó, tras su paso por un área de operaciones logísticas y de la avenida Charles Hélou.
En Le Chef, había poca gente: tenía actividades reducidas por la pandemia –era 2020– y eran las seis de la tarde, después de la comida y antes de la cena. Charbel, entonces de 51 años, recuerda que solo había dos clientes: uno en la parte de atrás, por la cocina, y otro sentado junto al ventanal: salió por su propio pie, chorreando sangre, a buscar una clínica. En la calle había cuerpos, unos diez o veinte solo en las cercanías.
A esa cocina se accede a través de unas escaleras pequeñas, de medio metro. A la derecha de ellas, hay un refrigerador y después, una puerta metálica en la que todavía resaltan las marcas de los vidrios que la golpearon. Ahí estaba el dueño de Le Chef: “No puedo recordar lo que pasó. De pronto te despiertas y revisas si estás herido. Es un momento increíble, no me gusta recordar, me causa dolor. Y rezo porque no vuelva a pasar algo así. Despierto y había muchísimo ruido, gritos y llantos, mucho polvo”.
“Fue como un viento, todo se vino abajo”, continúa antes de aclarar que, a pesar de todo, tuvieron mucha suerte: “estamos en planta baja y tenemos un edificio enfrente [que contuvo parte de la onda expansiva]. Otros lugares como tiendas, casas o departamentos que están [pisos] más arriba quedaron vacíos, vacíos… el viento vino y se llevó todo. Fue increíble, no puedes imaginar lo que pasó, fue como una bomba nuclear”.
Para los cristianos es más fácil irse de Beirut
“El estallido” fue una de tantas tragedias que han enfrentado Le Chef y el país. El padre de Charbel, François, fundó el restaurante en 1967 y él, todavía niño, dice que en 1972 empezó a trabajar ahí . En 1975, la guerra civil empezó y dividió la ciudad, duró 15 años. En 1976, vino la ocupación siria. En 1982, la invasión israelí. En 1983, un ataque suicida en Beirut mató a 241 soldados estadounidenses y 58 franceses. En 2005, el primer ministro Rafic Hariri fue asesinado con un coche bomba en el malecón. En 2006, Israel invadió el sur de Líbano, bombardeó la capital, destruyó el aeropuerto e impuso un bloqueo aéreo y naval. En 2012 y 2013, otros dos atentados explosivos mataron a figuras importantes en Achrafieh y el Distrito Central, a un lado de Gemmayzeh. Desde 2012, la guerra en Siria provocó la llegada de un millón de refugiados. En 2019, vino una tremenda crisis económica (la lira entonces se cambiaba a una tasa de 1,500 por dólar y ahora es de 89 mil; por su cuenta, los bancos impusieron algo como el “corralito” argentino pero recargado: por cinco años ya, les impiden a sus clientes retirar sus depósitos. Los que tenían cuentas en dólares, las tienen ahí, congeladas; los que las tenían en liras, las vieron devaluarse hasta convertirse en nada) y una gran serie de protestas contra la corrupción; el año siguiente, la pandemia y la explosión del puerto… y ahora, otra invasión israelí.
Todo esto, resumiendo al máximo para que quepa en un párrafo. ¿Se entiende por qué no esperaba encontrar el barrio de pie, andando y concurrido?
En esta ciudad solía tener dos amigas. A una de ellas la conocí en el Torino Express, en la calle Gouraud, un estrecho local donde se tocaba rock en vinilos. En la pequeña multitud que se apretaba ahí, alguien mencionó al mexicano y una bella mujer empezó a preguntar en español: “¿quién es el mexicano?”. Me presenté. “¡Yo también soy mexicana!”, festejó con grato acento francés. ¿Mexicana? Stephanie me contó que ella, su hermana y sus primos usan pasaportes verdes con el escudo del águila y la serpiente: la abuela tenía la ciudadanía tricolor y la heredó a su familia.
La otra es Vanessa, cuyo novio, Theodore, se reía de ella y de la tradición “frenchie” de su familia: pertenecía al sector cristiano educado en escuelas de monjas que todavía reivindica la conexión gala del Líbano. Es una minoría: como en Vietnam o Ruanda, donde el idioma inglés ha desplazado a la lengua colonial en casi todas las actividades, salvo entre quienes la consideran un emblema de distinción.
A ella le importaba poco. Estaba terminando la carrera de periodismo en una universidad católica y decidió ayudarme a hacer un reportaje sobre la esclavitud de ayudantes domésticas del sur de Asia, un problema terrible y muy común. Una noche de 2011, quedamos en vernos en Le Chef. Sentado en una mesa central, percibí la agitación de los comensales junto al gran ventanal, deslumbrados por una mujer que cruzaba la calle. Sorpresa: entró al restaurante. Segunda sorpresa: se sentó conmigo.
Yo también estaba asombrado: ‘Lady V’, como me gustaba llamarla, llegó vestida para estremecer. Yo, en cambio, lucía mi desgastado atuendo de periodista de batalla, apenas aceptable en un sitio informal y sencillo como ese. Me sentí intimidado.
Ahora, no cuento más con Stephanie y Vanessa. Ambas emigraron después de la explosión del puerto, la primera a Italia y la segunda, a Vietnam. Para algunas personas, las tragedias de Líbano son un exceso. Quienes se marchan, sin embargo, suelen pertenecer a la comunidad cristiana, que es la que tiene nexos en Francia, Estados Unidos, América Latina y otros países.
Los que se quedan les reclaman con acritud porque la demografía actúa en su contra. La idea de un Estado libanés fue imaginada por cristianos y por otro grupo religioso, el de los drusos, que bajo el imperio otomano formaron una entidad política. Tras la primera guerra mundial, en 1923, Líbano y Siria quedaron bajo control francés. Antes de la independencia y con el objeto de formar un país de filiación cristiana, duplicaron el territorio libanés tomando partes del sirio, que estaban habitadas por musulmanes suníes y musulmanes chiíes.
Desde entonces, todo ha sido negarse a aceptar que los cristianos cada vez representan una proporción menor de la población. Y no permiten que se realicen censos: el último es de 1932. En aquel momento, se establecieron cuotas de poder para cada grupo, bajo la premisa de que, en el parlamento, debía haber una relación de 6 cristianos por 5 musulmanes. En 1989, para acabar la guerra civil, se aceptó una equidad, 5 por 5. A pesar de que diversos cálculos actuales indican que la comunidad cristiana ya solo equivale a la tercera parte de los habitantes.
Y empequeñece por la emigración. Steph se fue pero me encantó ver que el Torino Express persiste, con el pequeño letrero rojo de neón que lo anuncia. Así como el ventanal de Le Chef a través del cual Vane causó sensación. Y aunque Israel haya vuelto a invadir. Me lo dice Charbel: “Yo no sé de política pero somos gente fuerte, nos han pasado muchas guerras y seguimos siendo fuertes”.
Parece neutral pero no es la tradición del restaurante. En su infancia, cuando empezaba la guerra civil, su padre François tenía personal musulmán al que le salvó la vida utilizando sus conexiones, para ocultarlos en la comisaría de policía que está a cuatro cuadras, sobre la misma calle Gouraud, hasta que logró sacarlos de la zona cristiana. “Los asesinatos comenzaron en función de la religión que figuraba en el documento de identidad de la persona, y mi padre temía por sus trabajadores”, me explica su hijo.
Ahora no es muy distinto: el flujo de refugiados de la guerra en Siria provocó una reacción de xenofobia en parte de la sociedad libanesa, pese a la cual, Le Chef tiene varios empleados de ese país. Dos de ellos fueron afectados por el estallido. Sobre todo Fayez, un muchacho que estaba por llegar al restaurante cuando sufrió el impacto y cayó en coma por unos 15 días. Luego regresó a trabajar y ascendió a chef asistente.
Russell Crowe y Anthony Bourdain
Entre las muchas historias que hay sobre cómo se recuperaron de la explosión las familias y los negocios de Beirut, la de Le Chef es extraordinaria: lo resucitó un gladiador en nombre de un cocinero muerto.
“Alguien llamado Russell Crowe hizo una generosa donación a nuestra campaña de recaudación para Le Chef. Pero no sé si es *El* @russellcrowe 🧐”, escribió en la entonces red social Twitter el periodista Richard Hall. Él y otra asidua comensal, la cineasta Amanda Bailly, convocaron al público a apoyar la reconstrucción del lugar y respondió, inesperadamente, el actor, el intérprete de un general romano en el famoso filme.
Sí era él, con una aportación de cinco mil dólares. Explicó que lo hizo “en nombre de Anthony Bourdain”, que había muerto dos años antes. “Pensé que probablemente lo habría hecho si todavía estuviera aquí. Les deseo a usted y a Le Chef lo mejor y espero que las cosas se puedan arreglar pronto”. El tuit del personaje de Hollywood tuvo más de mil retweets y más de 8 mil likes, y motivó a mucha más gente a brindar su apoyo económico.
Como evidencia, sirva el único cambio importante en la decoración del restaurante: una fotografía del actor de ‘El Gladiador’ con la leyenda: “Thank you Russell Crowe”.
“Le Chef no está en mi corazón, es el circuito de mi sangre”, me comparte Charbel Bassil. “Toda la gente que vive en Gemmayzeh es como mi familia, todo en esta calle tiene un significado para mí”.
Hoy como siempre, el gran anfitrión recibe a los visitantes con su famoso “Welcome Lebanon!”, les explica cuáles son los deliciosos platillos del día, cuscús y kibbeh, además de los clásicos cotidianos como moutabal, fava y las ensaladas fattouch y tabbouleh.
“Bourdain vino en 2006”, presume. “Llegó un día y al siguiente empezó una guerra”, dice refiriéndose a otra invasión israelí, con la destrucción del aeropuerto. El famoso chef “tuvo que irse a Chipre en barco”, continúa. “Regresó en 2010, con sus padres”. El portal eatlikebourdain.com confirma sus dichos. Señala que en la primera ocasión, Bourdain describió el lugar como “un establecimiento no muy diferente a un diner de Nueva York, en términos de su ambiente amigable y acogedor”, y que conoció “por primera vez dos artículos que aparecerán recurrentemente: arak y kibbeh”. A lo que se sumó, en su segunda visita, “hommos con piñones y carne picada, y maghmour, un plato aterciopelado de berenjenas con tomates, garbanzos y cebolla”.
Lo bueno –y este es un secreto que sólo merecen conocer quienes han llegado hasta el final de esta crónica– es que la fama no se le ha subido a Le Chef: sus precios son bastante módicos. De hecho, de cerca de la mitad de lo que se cobra por platos parecidos en la calle Gouraud, y mucho menos en comparación con sitios pretenciosos y trampas para turistas en otras áreas de Beirut.
Pero eso sí, Charbel no renuncia a señalarnos que Bourdain comprobó que su lugar es especial: “Tuvimos muchísima suerte. Puede que sea el único restaurante del mundo que visitó dos veces”.
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