A 35 años de la caída del muro de Berlín: “Si no jugabas su juego, las cosas se ponían difíciles”
Margarita Sandoval entrevista a un ciudadano de Alemania Oriental que escapó en 1989 / Hoy 9 de noviembre es el aniversario
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Una colaboración especial de Margarita Sandoval (IG lagunainsomne) para Mundo Abierto.
Se calcula que unas 140 personas fueron asesinadas en el Muro de Berlín tratando de escapar del régimen comunista de la República Democrática Alemana (RDA), y al menos otras 327 también perecieron a manos de la policía en otros puntos de la frontera interalemana. Solamente el Muro de Berlín estaba vigilado por 300 torres de control, 600 perros y 14 mil soldados con órdenes de tirar a matar a cualquier fugitivo. Al mismo tiempo, la policía secreta (Stasi) contaba con un aparato logístico muy eficaz para detectar cualquier tipo de disidencia. Tenía a su disposición unos 189 mil informantes extraoficiales, entre los que podían encontrarse tu mejor amigo, tus vecinos e incluso tus padres. Así transcurrieron 28 años.
Conocí a Olaf hace muchos años en Berlín, pero, siguiendo las reglas de convivencia alemanas, nunca le pregunté por qué y cómo había huido de su país. Este año Olaf, de 56 años, y su esposa se mudaron a un pueblo mágico de Veracruz, México. Ahora que ya compartimos ciertos códigos culturales y que se cumplen 35 años de la caída del Muro, le pedí que me contara cómo fue su vida tan lejos y tan cerca del Muro: “Desde muchos puntos de Berlín oriental podías ver los edificios de Berlín occidental, pero eran tan inalcanzables como Marte”, así empieza la historia que Olaf me cuenta, vía Zoom, desde su nuevo hogar.
En la República Democrática Alemana (RDA), la lealtad al socialismo se entrenaba desde el primer día de la escuela primaria, cuando todos los niños aceptaban “voluntariamente” formar parte de los Jóvenes Pioneros, la asociación infantil del régimen que adoctrinaba a sus pequeños miembros a través de canciones, lecturas o actividades deportivas. ¿Qué recuerdos tiene Olaf de esos primeros años?
–Aunque mis padres eran críticos con el régimen y no estaban afiliados al Partido Socialista Unificado de Alemania (PSUA), como niño yo disfrutaba ser parte de los Jóvenes Pioneros y de las actividades que teníamos por las tardes. La idea me parecía fantástica. Ahora, como adulto, repruebo aquella manipulación, pero en aquel entonces fue una experiencia positiva.
Ya en la adolescencia, la idea de escapar surgía de vez en cuando en las conversaciones con su grupo de amigos. “Hablábamos sobre la posibilidad de huir [a la República Federal de Alemania, RFA] por el mar Báltico a Suecia, pero tengo que decir que todo eso eran fantasías“, nos cuenta Olaf. “Estábamos conscientes de que las fronteras estaban extremadamente vigiladas. En el peor de los casos, te mataban a tiros; si te atrapaban vivo, podías pasar el resto de tus días en prisión o, en el mejor escenario, te esperaba un futuro complicado en el país”.
Ese futuro que Olaf menciona se traduce en el hostigamiento que recibían los disidentes que lograban evadir la prisión. El régimen aplicaba diversas formas de venganza: desde cancelar sus estudios en la universidad a mitad de la carrera hasta retirarles el documento de identidad y reemplazarlo por uno que los señalaba como enemigos del régimen, pasando por negarles un trabajo y asignarles otro mucho menor categoría.
Por el contrario, la vida era muy distinta para los ciudadanos que toleraban bien el sistema, como la familia de Olaf, que además contaba con la ventaja de vivir cerca del Muro de Berlín y, por lo tanto, de recibir información de occidente a través de la señal de radio y televisión de la Alemania capitalista. “Todos mienten”, le advirtieron desde muy temprano sus padres, “escucha a ambos bandos y saca tus propias conclusiones”. La influencia de occidente llegaba también dentro de los paquetes que recibían por correo de parte de familiares y amigos de la RFA. Eso sí, estaba prohibido recibir discos, casetes, libros, periódicos o cualquier otro material sonoro o impreso de occidente.
–A pesar de todo, nuestra vida no era mala en la RDA –para Olaf es importante que esto quede claro–. Visto desde una perspectiva neutral, todos teníamos vivienda, comida, trabajo, servicio médico y salarios parecidos. Todos éramos casi iguales, no existían superricos, había pocas diferencias entre unos y otros. Las necesidades básicas de los ciudadanos estaban cubiertas: no había pobreza extrema o gente sin techo como en las grandes ciudades de hoy. Nuestro nivel de vida era relativamente bajo, pero no pasábamos hambre y teníamos atención médica. En realidad uno no puede quejarse; el gobierno se ocupaba del bienestar social, aunque el sistema económico era insostenible: estaba claro que la RDA gastaba por encima de sus posibilidades. Pero yo soy una persona a la que eso no le basta; cuando siento que coartan mi libertad, actúo en consecuencia [...]. La vida que llevé hasta los 18 o 19 años fue extremadamente bonita, con mi familia y amigos.
–Entonces ¿por qué te rebelaste contra el sistema?
–Tenía una postura crítica desde mucho tiempo atrás, pero no era algo problemático […]. Hasta mi adolescencia todo funcionó bien, aunque había ciertas obligaciones que no me gustaban, como asistir a las sesiones previas al servicio militar o a las actividades de la Juventud Libre Alemana [la asociación que venía después de los Jóvenes Pioneros]. Los problemas empezaron con el servicio militar, que generalmente duraba un año y medio, pero si quería ir a la universidad tenía que hacerlo durante tres años [tiempo completo]. Al entrar a la secundaria acepté esa condición, pero ya con el certificado de bachillerato en mano dije que lo había pensado mejor y que me presentaría al servicio militar sólo un año y medio. En Inspección trataron de convencerme por todos los medios para que aceptara los tres años. Yo mantuve mi postura y entonces ellos me negaron la plaza en la universidad. Además me amenazaron con obligarme a realizar el servicio militar a los 28 años, cuando ya tuviera una familia, para complicar mi situación. Esto no me hizo ninguna gracia. Si no jugabas su juego, las cosas se ponían difíciles.
Al igual que la mayoría de sus compatriotas, Olaf nunca imaginó que el Muro fuese a caer algún día. Había nacido y crecido en el comunismo. La crisis económica era profunda, pero desde dentro el gobierno del Partido Socialista Unificado parecía bastante sólido y no había razones de peso para sospechar la caída del Muro. Incluso un mes antes de este acontecimiento, el partido único celebró por todo lo alto el 40 aniversario de la RDA con un gran desfile militar y civil, con (el presidente de la Unión Soviética Mijaíl) Gorbachov en primera fila. Los cientos de miles de ciudadanos que protestaron en varias ciudades a partir del verano de 1989 reivindicaban su derecho a viajar a países no comunistas y a tener elecciones democráticas. “Libertad” y “democracia” fueron dos de las palabras más clamadas en las protestas. Entonces nadie exigía la disolución de la Alemania comunista.
El “ahora o nunca” para escapar le llegó a Olaf en agosto de 1989, cuando Hungría, país del bloque comunista, decidió abrir su frontera con Austria, en principio de forma temporal. La noticia incendió los ánimos de fuga de muchas personas. La transición húngara ya estaba en marcha debido a la presión ciudadana exigiendo reformas. Para entonces, Olaf tenía 21 años, había terminado una formación en Electromecánica y tenía un trabajo que le permitió reunir algunos ahorros. “Mi futuro estaba en Alemania occidental: ahí podías votar de verdad, tener educación de calidad y la posibilidad de hacer tus sueños realidad”, afirma Olaf. Pero antes de alcanzar Alemania occidental, debía cruzar Checoslovaquia, Hungría y Austria: un camino demasiado largo.
–La frontera estaba muy bien controlada. La situación era más bien crítica, así que decidí irme a Hungría en avión. En el aeropuerto me pidieron el ticket del vuelo de regreso [sin este, no habría podido salir del país]. Como era demasiado caro, había comprado un billete para regresar en tren, con la intención de no usarlo nunca. Cuando estaba en la sala de espera junto con otras personas que viajaban a Hungría, dos o tres chicos se pusieron a hablar en voz alta: ‘Por fin nos vamos, por fin dejamos este país’, era notorio que querían que alguien más apoyara sus afirmaciones. Yo me quedé callado y no volteé a verlos.
Olaf hacía bien en mantener una actitud tan reservada, ya que la policía secreta también contaba con agentes encubiertos que ofrecían sus servicios para “ayudarte” a cruzar la frontera de forma clandestina. No pocas personas cayeron en la trampa y terminaron en una de las 17 prisiones preventivas de la Stasi. “Unos días antes de huir, le revelé el secreto a mi hermano menor […]. Había desarrollado una sensibilidad especial para saber en quién confiar y en quién no. Hasta el día de hoy tengo ese sentido que desarrollas al vivir en una dictadura”, agrega Olaf.
Después de aterrizar en Budapest, Olaf siguió su camino en autobús hacia la frontera con Austria; allí tomó otro autobús que atravesó el país y cruzó la frontera con Alemania occidental hasta llegar a Traunstein, un pueblo de Baviera, donde había un centro de recepción para fugitivos de la RDA en el que comprobaron su identidad, le dieron un nuevo pasaporte y 100 marcos para sus gastos básicos. Por último, Olaf se trasladó a Múnich, y de ahí tomó un tren rumbo a Stuttgart, donde vivía un primo.
–El tren era tan bonito, tan limpio, y la gente era amigable. De repente vino un empleado del tren y me preguntó: ‘Quiere un café’. Qué maravilla, te ofrecen café, pensé. ‘Son cinco marcos’, escuché a continuación. ¿Quééé? No era gratis, tuve que pagarlo de mis 100 marcos. Ok, ahí entendí que eso era el capitalismo [se ríe].
Dos meses después, el 9 de noviembre de 1989, el partido único de la RDA anunció casi a las 7 p. m. en una rueda de prensa que el Gobierno permitiría a sus ciudadanos viajar fuera del país sin restricciones. “¿A partir de cuándo?”, preguntó un reportero. “Pues si estoy bien informado... a partir de ahora”, respondió el vocero. La noticia causó tanto estupor que muchos ciudadanos se mostraban escépticos o confundidos: “¿Necesitamos sólo el pasaporte para salir o también una visa?”, “¿es suficiente con la identificación?”. Esa noche miles de personas corrieron hacia los puestos fronterizos, muchas llevaban sus pertenencias más personales en una mochila por si acaso volvían a cerrar la frontera. Ese fue el principio del fin del Muro de Berlín y de toda la Alemania comunista.
Hasta este año, cerca de 37 mil personas han solicitado su expediente en los archivos la Stasi, la policía secreta. De esta forma han podido saber quién los espió, traicionó o acusó. El expediente de Olaf también forma parte de uno de esos archivos por haberse negado al servicio militar y por ser un Republikflüchtiger (desertor de la república).
–He pensado varias veces en pedir mi acta, pero nunca lo he hecho. Sospecho de dos personas que proporcionaron información sobre mí. Pero después de todo, no me pasó nada. Por ahora no quiero solicitar mi expediente, aunque no descarto la posibilidad de hacerlo en el futuro –concluye Olaf.
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