Gabo: el creador más hermoso del mundo
Hace una década murió Gabriel García Márquez / Pequeños robos de nuestros días con él
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Para mí, ya era el día 18, por la madrugada. Estaba intentando dormir en mi cuarto en Dharamsala, en el bajo Himalaya, donde vivía desde hacía unos meses. En México todavía era el 17 de abril de 2014 y tronaba la fúnebre noticia: Gabriel García Márquez había muerto. Pensé en él hasta que el sol entró a ver porqué lloraba.
Esto ocurrió hace diez años, justo. Y justo diez años antes, yo trabajaba con Gabo y un maravilloso equipo, encabezado por José Ramón Huerta. Coincidencias: en 2003, estaba en Madrid haciendo la tesis de doctorado, cuando Salvador Frausto me dijo que García Márquez me invitaba a ser el editor internacional de su revista. No quise que me hablara de salario o condiciones, en segundos mi cabeza ya estaba arreglando el regreso a México.
Pasé nueve meses en su cercanía, disfrutándolo en nuestras juntas de cada lunes, hasta que un fraude reventó el proyecto, en mayo de 2004. Me volví a marchar. En el momento de su deceso, en 2014, también llevaba años viviendo en el extranjero, sin pensar en reubicarme en mi país. Vine de visita, el Estado mexicano atacó en Iguala, desapareció a los 43 normalistas de Ayotzinapa, y de nuevo, me tocó quedarme. Desde entonces, este crimen ha sido el eje prioritario de mi vida profesional.
En ambos casos, Gabo precedió mi retorno.
He pasado el día de hoy buscando textos sobre Gabo que, en ese momento, publicamos en Cuadernos Doble Raya, un foro de libertad cuya presencia en internet y archivo se perdieron por, bueno… un error humano. También desaparecieron los artículos publicados en el semanal Domingo, que dirigía Frausto y que ya no está en internet. Es una pena.
Comparto en Mundo Abierto lo poco que pude rescatar, de aquí y de allá. Todos de amistades entrañables.
De Macondo a Tombuctú, el camino pasa por México
Por Témoris Grecko. Publicado en Cuadernos Doble Raya el 23 de abril de 2014.
Macondo existe en el mundo de Gabo, Tombuctú en las arenas del desierto del Sáhara. En zona preferida por Al Qaida para secuestrar extranjeros, la joven estadounidense con la que entablamos amistad se sintió más segura con nosotros. Esa mañana, ella había ido al pueblo —estábamos en unas carpas a algunos kilómetros— y conseguido lanzar un email al ciberespacio: “Le dije a mi mamá que podía quedarse tranquila, que conocí a unos chicos encantadores que me están cuidando”. “Ojalá que no le hayas dado más detalles”, respondimos Vladimir y yo, “como de qué países son tus nuevos amigos. Si sabe que estás con un colombiano y un mexicano, ¡al panteón va muerta de susto!”.
Los tres reímos. Estábamos jugando con los estereotipos creados a partir de las tragedias de violencia que conectan —por su similitud y por sus vinculaciones directas— a nuestros sufridos países. Por fortuna para todos, lo que une a México y a Colombia es mucho más profundo, sólido y amoroso que el narcotráfico y los sicarios, y tiene, naturalmente, un futuro luminoso. Gabriel García Márquez, de quien gozamos charlando Vladimir y yo, tanto en Tombuctú como en Bogotá (¡falta Ciudad de México!), le ha dado texto y rostro a esa alianza que, con y sin lugar común, nos hace hermanos.
He sentido pesar y a veces dolor entre algunos colombianos, con la muerte de Gabo, por lo que perciben como distancia respecto de su país natal. Creo que se hacen la pregunta de quien se siente abandonado: “lo entiendo, pero… ¿por qué?” Medio siglo, el de toda su obra madura, fue el que Gabo pasó en México, con pocas interrupciones. Sus escenarios siguieron siendo Colombia. Sus referencias, su lenguaje, siempre Colombia. Su preocupación política, Colombia. Sus manifestaciones de identidad, Colombia. Seguramente, lo que hacía estaba alimentado de contenidos por México, por su experiencia mexicana, pero la expresión pública y literaria de su ser era Colombia. A pesar de lo cual, no estaba allá. No se sentía seguro. Fue hostigado brutalmente. Y se quedó a morir en México.
María Fernanda Cabal, una diputada colombiana, se ganó su momentito de fama al enviar a García Márquez al infierno en un tuit. Antes que ella, otros compatriotas suyos, del tipo de rémoras que crecen pillando lo que el ser al que parasitan deja escapar, se hicieron un espacio en las columnas a través de ataques venenosos contra el Nobel. Destaca entre ellos, por la bajeza de sus argumentos, por su obvia persecución del escándalo, por su recurso a la minucia, Fernando Vallejo.
Tienen razón quienes dicen que gente como Vallejo es necesaria: si García Márquez nos narraba maravillas, igual hace falta recordar lo más bajo del ser humano para tener un mapa completo de nuestra especie, y hay quienes se especializan en eso. Uno quisiera que fueran más diversos, que se permitieran también descubrir lo luminoso, lo feliz: no se trata de resignarse a permanecer encerrados para siempre en la casta de los que limpian letrinas, el esclavizante concepto del karma nos es ajeno, se puede aspirar a algo mejor. Vallejo no se ha dado cuenta de eso o no le interesa y lo suyo es defecar porquería, regodearse en ella y arrojarla a otros. De hecho, los seres humanos somos tan complejos que hay un sector entre nosotros que celebra esas actitudes, que creen que la producción industrial de amargura en tabletas fecales, con su distribución masiva en transportes más traicioneramente penetrantes que los camiones de Coca-Cola, es algo positivo, que vale la pena aplaudir porque es… ¿valentía?, ¿atrevimiento?, ¿perspicacia? ¿Con cuántos nombres falsos se puede querer vestir el hambre del amor que nunca concedió la madre?
Fallece la gloria de las letras en lengua castellana y, como suele ocurrir en la muerte, la vida se muestra en lo mejor y en lo peor. Enrique Peña Nieto, el presidente mexicano incapaz de recordar qué libros leyó, o si ha leído alguno, y que confundió a Carlos Fuentes con Enrique Krauze, descubrió de manera inexplicable que García Márquez “se asumió como un fabulista que buscaba escribir una historia aún no contada que hiciera más feliz a sus lectores”… y … y otros tres puntos de pasmo …
El expresidente Carlos Salinas de Gortari corrió a buscar reporteros ante los cuales reclamar su fragmentito de Gabo, a contar confidencias que ya se sabían, a hacer sentir que era muy cercano al difunto. Mi amigo Miguel Ángel advirtió la inminencia de que Shakira quiera escribirle una canción a Gabo (bueno, podría ser Arjona…), y no resultaría sorprendente. Así como cualquier artista que aspire a ganar millones en Estados Unidos tiene que inventarse una canción de amor a Nueva York, en nuestro ámbito corremos el peligro de que el viejo Gabriel y su obra se banalicen en miles de baladas pop a cargo de nuestros justinbiebers. Recuerden lo que le hizo Mecano a “Eungenio” Salvador Dalí.
Así como en México, en Colombia no faltan los hipócritas, muchos de ellos con culpas que prefieren ocultas bajo el tapete aunque hagan bulto. Mario Jursich se ha tomado la molestia de exhibir a algunos: El diario “‘El Tiempo’ abre su página web con un gigantesco ‘¡Gabo, inmortal!’, lo proclama “genio de la literatura” y anuncia para este fin de semana una apoteósica edición sobre nuestro Nobel. Me pregunto si será parte del homenaje pedirle excusas extemporáneas a Gabriel García Márquez. En 1981, en sus páginas editoriales y con seudónimo (ni siquiera tuvieron la hombría de usar el nombre propio), el periódico le hizo unas acusaciones tan graves que unas horas después García Márquez y su esposa tuvieron que pedir asilo político en la Embajada de México”.
Y otros, aquí y allá, han salido corriendo a ajustar cuentas. Desempolvar los dos panfletos enfermos de Vallejo —a los que algunos atribuyen “valor periodístico” como si cualquier colección de insultos fuera periodismo— es una manera de ganarse prestigio de matasantos o, por lo menos, de intelectuales con perspectivas balanceadas.
Eso no está mal, de hecho. Hace unos días se conmemoró el centenario de Octavio Paz y fue momento de hablar de él, revisitarlo, recordar los aciertos y los descaminos. Pero hay un concepto que se llama respeto, un ángulo del tacto que los ingleses llaman timing y una frase popular ciertísima y siempre valiosa: “lo cortés no quita lo valiente”.
Gabo se acaba de morir, señores. ¿Quedaron asuntos pendientes con él? ¿Hay errores, desperdicios, incongruencias qué señalar? Se trata de un escritor, no de un asesino de masas como Bashar al Assad o George W. Bush sobre cuyos ataúdes los deudos de las víctimas habrán de escupir. Gabo está ya tan muerto como lo estará los siguientes cien años de soledad, ahí se quedará para ustedes y nosotros, seguro no les costará demasiado esperarse un poquito más, al menos hasta que sus cenizas hayan alcanzado un rincón tranquilo o sido dispersadas. Muchos estamos en duelo y quisiéramos su comprensión así como nosotros los hemos comprendido a ustedes.
Lo único que me viene a la mente que podría explicar que alguien desprecie el respeto, el tacto y la cortesía es el afán de montarse en la proyección mediática del momento, la urgencia de aprovechar la oportunidad de ganar reflectores. Que se vayan al carajo. Que recuerden las fotos de Gabo con el dedo medio extendido. Pero sin sonrisa.
Gabo era un tipo muy generoso y sencillo. Quienes trabajamos con él hace una década en la revista Cambio (cuyo título hoy es utilizado por otra publicación, una tan vergonzosa que ya agotó el prestigio sobre el que trató de navegar), publicamos aquí en Cuadernos y en otros medios un apresurado recuento de anécdotas personales que lo revelan en su espíritu, en su buen humor, su simpatía y, ¡ah!, su solidaridad y su congruencia. Hay un episodio que para mí fue importante: nuestro compañero Alejandro Suverza realizaba una investigación que tocaba a un importante grupo periodístico de izquierda, desde cuya dirección quisieron bloquear el trabajo abusando de la amistad con García Márquez; Gabo se interesó en el asunto, habló con el director, José Ramón Huerta, pidió datos y quiso estar seguro de que se trataba de algo sólido; cuando comprobó que todo estaba bien, y admitiendo que personalmente preferiría que no apareciera publicado, reiteró que el interés periodístico era superior a sus preferencias y el texto salió sin un cambio.
¿Alguien se imagina a tipos como Fernando Vallejo actuando de esa forma? ¿A Peña Nieto, a Salinas de Gortari? ¿A tantos elefantes blancos de nuestro Kilimanjaro caribeño?
Hace unas horas, una colombiana escribió el siguiente estado de Facebook: “Alguien podría explicarme la ausencia de la viuda y de los hijos en la ceremonia solemne en memoria a García Márquez hoy en la Catedral Primada de Colombia. Trato de entender y pienso, que los afectos por Colombia, no hayan sido los más gratos. Triste. Muy triste. La patria es patria. ¿Estaré equivocada?”
Algo habría que decir del despropósito de que a un no creyente como Gabo lo metan sin preguntarle a una catedral. A los católicos les cuesta entender que ni aún en el lecho de muerte, los ateos y los agnósticos seguimos haciéndonos del rogar. Pero reinterpretar y desinterpretar los gustos de los muertos es deporte muy practicado.
Se puede sentir el dolor de mi amiga, sin embargo. Entender su desconcierto. Quise llevar su mirada a la brutalidad de las situaciones por las que ha venido pasando la familia durante los 15 años de cáncer de Gabo, su recaída, su agonía, los periodos en los que parece que la avanzada edad le robó lucidez, los internamientos hospitalarios, la marca personal de la prensa, la atención ocasionalmente desinteresada y casi siempre muy interesada de políticos, burócratas de la intelectualidad, personeros de todo tipo (hay un personaje, por cierto, de quien sé que le dio mucho apoyo a Gabo antes, que sospecho que se lo siguió dando a lo largo de su enfermedad, y que no ha salido por ningún lado a exigir reconocimiento, su famoso nombre no ha aparecido, vaya ejemplo)… Le pedí, a mi amiga, que imaginara las horas de su muerte, las de antes y las de después, con toda la presión que los familiares deben haber tenido encima. Y tras el fallecimiento, la avalancha, el terremoto, el tsunami de personas de todos los tipos pensables que por cualquier razón, las más humildes y las más bajas, trataron de acercarse, convirtiendo el episodio, queriéndolo o no, en una persecución implacable de Mercedes, sus hijos y su entorno.¿Qué tan agotador puede ser eso? ¿A quién le quedan ganas de subirse a un avión y repetir la experiencia en otro país, aunque sea el de origen?
Conocí a Vladimir en un amanecer de enero de 2011, en lo alto de una duna, cerca de Tombuctú. Menos de 24 horas antes, el amigo con el que había llegado hasta allí, Esteban, se había marchado. Ése fue mi viaje colombiano, porque, siempre por casualidad, a un lugar tan remoto como ése había llegado con un colombiano y me había ido con otro.
Vladimir y Esteban tienen perspectivas políticas opuestas. Pero están unidos entre sí, y conmigo, por García Márquez. No es el único nexo, nuestras naciones se dan las manos, los abrazos y toditito lo demás. Son hermanas y son amantes, gozosas amantes incestuosas y vibrantes de candela. El mariachi se recrea en la bogotana avenida Caracas como la cumbia adquiere poder en los barrios de Monterrey (Celso Piña presume del día en que puso a bailar a Gabo). Encontrar a colombianos por el mundo (acabo de hacer un paseo a la frontera de Pakistán y por casualidad, encontré a Viviana, Sara y Lina, de Medellín) es hallarme a la gente mía, a los nuestros, mejillas que es un gusto besar.
De Macondo a Tombuctú, el camino pasa por México. Acompañamos a esa chica estadounidense y nos cuidamos entre nosotros. Gabo es un hombre de dos tierras unidas por su espíritu, el espíritu garciamarquiano que simboliza lo mucho que compartimos sin envidias. Gabo vivió y murió en México sin dejar jamás de pensar, hablar y escribir de Colombia. A la familia, mejor no pedirle que se crezca más allá de lo humano, porque los demás no podríamos hacerlo. Gabo ya voló, viejo con alas, para que los odiadores le arrojen piedras, para que los amorosos marquemos su rumbo y lo sigamos cuando sea tiempo. Lo más importante, nos lo dejó a todos, colombianos, mexicanos y lectores de todos los países: la obra del creador más hermoso del mundo.
Los dados del Gabo
Por José Ramón Huerta
–Licenciado Huerta, don Gabriel me pregunta si puede venir a verlo a la casa, acá en el Pedregal –escuché que decía por teléfono la eterna y atenta asistente.
Asentí y salí disparado para ver qué asunto urgente tenía el Gabo entre manos. “¿Algo con el ex presidente, con el jefe de Gobierno, quizá aquel asunto relacionado con la demanda en contra de la revista?”, empecé a especular mientras encendía el carro.
Volé. En menos de una hora estaba limpiándome los zapatos porque recordaba la peligrosa blancura de la alfombra de la estancia.
Me hicieron pasar al estudio de Gabo, en donde se evidenciaba una remodelación. Libros por aquí, cuadros en el piso o sobrepuestos sin lugar definitivo. “¿Cómo le va?”, preguntó al recibirme, con la típica sonrisa. Dijo algo sobre el clima, los trabajos, acomodos de cosas. Le hice una observación sobre la buena luminosidad del lugar. Repentinamente, me miró raro. Me retó a adivinar para qué servía un par de dados blancos, diminutos, situados en el librero. Él sonreía.
“No sé”, confesé luego de pensar en diferentes alternativas.
Entonces tomó un control remoto y pulsó play. De los dados brotó un sonido poderoso, acordes de música académica que inundaron el estudio.
–¿Qué tal? –dijo.
–Impresionante –respondí abrumado, con legítimo asombro. Las minibocinas sonaban tremendo.
El Gabo me descubrió entonces que estaría más ocupado en hallar nuevos derroteros mentales, que iniciaba un camino hacia cosas donde la diversión infantil arrebataría espacio a las cosas adultas. Me despidió cortésmente.
Ante los otros
Por Alberto Bello
En esos días, en la redacción a varios nos dio por leer a Coetzee, que entonces aún no era Nobel. Yo traía en las manos “Esperando a los bárbaros” y le pregunté a Gabo que qué le parecía. Su mirada de admiración la guardo como un ejemplo de sencillez , el reconocimiento del lector ante la obra ajena que tantos escritores olvidan, perdidos en la pomposidad de sus personajes. Entonces empezó el “cuentito”. Creo que sucedió en un barco, pero no me hagan mucho caso, en esa ocasión tampoco llevaba yo la libreta para anotar la conversación.
Gabo estaba “diciendo pura tontería” a un grupo de personas, muchas de ellas mujeres, que le celebraban las gracias (era un hombre encantador). En un rincón del lugar lo observaba un tipo flaco, callado. Ya se imaginarán quién era. “Me moría de vergüenza cuando alguien me dijo que era Coetzee”, recordaba Gabo como niño regañado, “de pura tontería” (las comillas son paráfrasis, obviamente).
Creo que esa lección no la olvido, como cuando en un taller de Ryszard Kapuscinski dijo que de haber leído antes “El emperador”, ese prodigio sobre Haile Selassie, “El otoño del patriarca” hubiera sido otro libro.
Ante la grandeza de la obra ajena, Gabo respondía como lector azorado y tímido, con una generosidad poco habitual en el mundillo literario. Se fue Gabo pero nos deja mucho qué leer. A vuelapluma, hoy recuerdo también su amor por otros libros, los de los otros.
Dejarnos hacer
Por Alejandra Xanic
El rumor corría como una ola por el piso donde estaba Cambio. De la gran ola se desprendían olitas, de modo que no había rincón a donde no llegara la noticia de que Gabo estaba subiendo a la redacción. Una vez ahí, no se paseaba por la revista como haría un dueño. Su modo de dirigir era sentarse a conversar, soltar los hilos y dejarnos hacer. Así, desde la libertad permitió idear una hermana mexicana para la legendaria revista que él creó.
Mucho más que el nombre
Por Catalina Gayà
En el ascensor estábamos Alejandro Suverza, él y yo. Era de esos ascensores pequeños, en los que sólo caben cuatro personas. El maestro bromeó sobre mi flacura y brincó a la barriga de Suverza. Luego, me miró serio y me regañó por un adjetivo que había utilizado en un artículo en el que contábamos la historia de Nuevo Pichucalco, pueblo de la Lacadona asediado por farmacéuticas, por el gobierno mexicano y dividido entre los miembros del EZLN y los campesinos. Pasó de la broma al texto casi sin pausa y yo me quise morir. Luego, caballeroso, me sonrió y se despidió diciéndome Alejandra. Desde ese día, me lo pienso mucho antes de adjetivar, y no contar, señorita, lo vivido. Durante dos años siempre pensé que no sabía de mi existencia. No se sabía el nombre, pero sí sabía de mis palabras, sobre lo que escribía y eso, de muchas maneras, es saber mucho más que mi nombre. Gracias, maestro, usted es el responsable de que ame este oficio con locura, de que viaje, viva y cuente, y no sepa vivir de otra manera.
¿Cuál es el cuento?
Por Salvador Frausto
Todos los lunes, en punto de las 10 de la mañana, Gabriel García Márquez aparecía en la redacción de la revista. Corrían los meses de su último Cambio, en la calle de Chiapas de la colonia Roma. La puerta del elevador se abría y ahí estaba él, con esa sonrisa pelona, mirón, travieso.
Gabo nunca supo que los editores de entonces hacíamos una prejunta para no contar temas menores en su presencia. Él llegaba, se acomodaba en la cabecera de la mesa, escuchaba, hacía muecas, sonreía, observaba y, de vez en vez, soltaba preguntas, daba instrucciones.
“¿Pero cuál es el cuento? Aquí no publicamos noticias, aquí contamos historias”, solía decir luego de que algún editor se enredara con los detalles de cierta investigación.
“No hay mejor historia que la que el reportero quiere contar, las que imponemos, siempre quedan mal”, decía otras veces.
“Escríbelo como me lo contaste, pero en orden”, me comentó en varias ocasiones.
Cuando deliberábamos sobre alguna portada, opinaba: “Hay que exponerlo con fuerza, con contundencia... Si nos equivocamos, nadie la va recordar, pero si acertamos, nadie la va olvidar”. Y aparecía en su rostro aquella sonrisa malvada.
El amor existe por decreto
Por Salvador Frausto
El canto devino en baile, vueltas, estirones, hielos derretidos. Gabo con Mercedes, Gabo con Juanita, Pombo con Mercedes, Mastretta con Zabludovsky… Ellos danzaban con los ojos impertérritos. La felicidad estaba de fiesta.
Y de pronto él, con sus pasos cortos, avanzó hacia donde un grupo discutía del amor, sobre si el amor existe. Un repaso apurado sobre "Las mujeres de Adriano", uno de los libros insignes de Aguilar Camín, había propiciado el debate, las opiniones acerca de los celos, la mala onda, la envidia humana. Hasta que llegó él, sigiloso, con un vibrante whisky en las rocas. Tomó de los hombros a la periodista Mariela Gómez Roquero, miró a los contertulios, serio, muy serio, y azotó una mano en la mesa.
—El amor existe por decreto, ¡porque lo digo yo! —dijo alzando la tremenda voz.
El silencio arropó el espasmo colectivo, durante cinco, quizá diez segundos, una eternidad. Luego brindó, nos mostró los dientes, reímos sueltos. Y se puso a bailar como ave.
“Nunca tomes un whisky bueno cuando puedes tomar uno mejor”
Por Salvador Frausto
Aquella tarde me llevó de pinta al Portal de Cartagena, una cantina que estaba sobre la calle de Chiapas, cruzando Medellín, a dos cuadras de las oficinas de la revista ‘Cambio México’, donde trabajábamos.
El bebedero ahora se llama Riviera del Sur. Aún me gusta ir a ese sitio para desobedecer al maestro: pido Etiqueta Roja –enveces Negra– y miro hacia la mesa del rincón, casi siempre vacía.
“No te juntes con nadie que no te parezca interesante”.
Luego de pedir la primera ronda de Glenfiddich 12 años me compartió que estaba arrepentido de haber perdido el tiempo con borrachos insulsos y abstemios pretenciosos. No sería la primera vez que repetía la frase del 'no te juntes...'
Una de esas largas noches del Bar Siqueiros dejó la improvisada pista, donde bailaba como ave, para acercarse a una bolita de colegas de la revista: “Júntense con Fuentes, canten con Mastretta, bailen con Juanita, reclámenle algo a Pombo, vayan a preguntarle a Aguilar Camín sobre ‘Las memorias de Adriano’”.
Ahí estaban ellos y nosotros tan con nosotros, bebiendo, mirándolos de reojo, discutiendo sobre el cierre de edición, el reportaje que iba a cimbrar la vida política, las opciones de portada. Seguimos la orden del general y nos mezclamos, algunos salimos tan excitados que no pudimos dormir.
“El amor sí existe, porque lo digo yo, por decreto”.
En esa ocasión nos cachó discutiendo sobre las ingratitudes de compartir la cama y la supuesta fecha de caducidad de las alegrías de dos. Brindó, bajó las cejas, hizo puchero. Nos miró con ese tercer ojo que tenía justo en el centro de la frente arrugada.
“El amor de la vida tiene que existir para poder vivir”.
Y volvió a la pista a bailar como ave con Mercedes, la gran Mercedes Barcha a la que también extraño, sobre todo cuando salgo solitario a fumar en uno de esos tantos restaurantes restrictivos que interrumpen las pláticas, truncan las ideas. La fobia al humo nos deja a algunos reporteros con menos insumos para emprender investigaciones.
Nunca le pregunté si lamentaba haber dejado de fumar ni qué estaba leyendo por aquellos días. En cambio, escuché todo lo que pude sobre el amor y el desamor, la política y los políticos, los primeros párrafos, los resortes de los reporteros y una sabia virtud ante las ocurrencias de los malvados:
“Hazte el pendejo, así no sabrá que no quisiste hacerle caso”.
El creador más hermoso del mundo
Por Témoris Grecko
Tenía a alguien a quien apaciguar y se me ocurrió que unos libros de Gabo con el autógrafo de Gabo serían irresistibles. Se los llevé al Nobel. “Venezolano”, me llamó como había decidido apodarme, “sentarme con ustedes cada lunes a discutir sus locuras no es trabajo para mí; pero que me hagas firmar libros… ¿por qué me pones a trabajar?”
Pobre. ¿Qué peor penitencia para quien disfruta crear que repetir las tres palabras de su nombre cientos de veces cada día? Debe haberse sentido identificado con Prometeo. Una tortura repetida por regalarnos el fuego. Lo que disfrutaba, en cambio, era conversar con nosotros, los periodistas jóvenes. Y darnos ánimo.
Él sabía que la responsabilidad de publicar era grande, que el temor a equivocarnos no desaparecía ni con la última verificación, que la posibilidad de un enfrentamiento con algún poderoso siempre existía y, además, que su presencia nos resultaba imponente: estábamos sometiendo tanto trabajos terminados como ideas incipientes a su mirada, la del periodista, la del Nobel, la de la más grande gloria viva de nuestras letras.
Él espantaba todos esos fantasmas con naturalidad, frescura, buen humor y picardía, además de algo muy importante: nos empujaba. Nos invitaba a atrevernos, a ir más allá, a asumir los riesgos. Su apoyo no se quedaba en las palabras: cuando un compañero nuestro indagó en asuntos que molestaron a cierto poder del periodismo de izquierda, y desde ahí intentaron presionar a Gabo para que le ordenara olvidarse del asunto, nuestro guía sólo quiso saber más para asegurarse de que los datos eran correctos y se seguían pistas legítimas, antes de respaldarnos como grupo con un “no se preocupen”.
“Ay Venezolano”, me dijo mientras garabateaba en los libros. “Si supieras tanto de tacto como sabes de Venezuela…”
Tenía razón. No en lo de Venezuela, sólo en lo del tacto. La persona que recibió los volúmenes tampoco se sintió conmovida. Yo disfruté con mis colegas, de cualquier forma, nueve meses de sentarnos cada lunes con un Gabo en plena forma, de reír con sus chistes y arrancarle hondas carcajadas con los nuestros, de ver feliz sin trabajar en el trabajo a ese viejo con alas, al creador más hermoso del mundo. Por ahí andará en vuelo, acordándose de todos, quizá deteniéndose en nosotros. Acaso volverá a musitar en una sonrisa, por última vez: “Venezolano”.
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Qué bonitos textos. Gracias.